TEXAS, LA LEY DE LA JUNGLA

Editorial de La Jornada
La Jornada

Una ley firmada a principios de 2015 por el gobernador de Texas, Greg Abbott, que entrará en vigor el primer día de enero, permitirá a los propietarios con licencia de armas de fuego de mano llevarlas a la vista en las calles y en diversos lugares públicos.
Solamente quedan excluidos de la disposición los bares y los locales empresariales que decidan prohibir el ingreso de personas que lleven a la vista pistolas o revólveres, los tribunales y los recintos deportivos. Aunque algunas organizaciones religiosas decidieron vetar la portación de esas armas en sus iglesias –como lo hizo la diócesis católica de Dallas para los 75 templos que están bajo su control–, otras, como las bautistas, no pusieron ningún reparo a la exhibición de armas de fuego.

Paradójicamente, no hay en el estado restricción alguna para llevar a la vista armas largas, como los rifles de asalto del tipo Ak-47 o AR-15, sin bien muy pocos ciudadanos se atreven a hacerlo. Pero, según datos del Departamento de Seguridad Pública de Texas, más de 900 mil personas cuentan con autorización para portar armas de mano ocultas y, a partir de mañana, podrán ostentarlas en público.

La nueva disposición es una prueba pasmosa de la cultura armamentista que prevalece en la mayor parte del país vecino y que, en el caso texano, devolverá a la sociedad a escenarios propios del Lejano Oeste en el siglo XIX, en el que la ausencia de instituciones y de estado de derecho hacía inevitable la defensa con propia mano.

Aunque las autoridades policiales texanas afirman que la gran mayoría de los que cuentan con autorización para portar pistolas y revólveres son ciudadanos respetuosos de la ley, no puede soslayarse el hecho simple de que tales armas están hechas para matar personas y que, en consecuencia, su portación a la vista constituirá un alarde de disposición al homicidio, así sea en situaciones de defensa personal reales o supuestas, y que la nueva disposición legitima la predisposición de los ciudadanos a recurrir a las balas para dirimir conflictos.

En forma paralela, la exhibición de armas de mano debilita uno de los principios torales del Estado, que es el monopolio legítimo de la violencia, una condición consustancial a sus obligaciones de proteger la vida, la integridad y las propiedades de los gobernados.

Aunque es evidente la relación entre esta cultura armamentista –que se expresa en una regresión a la ley de la jungla y a la barbarie del gatillo rápido– y la cantidad de homicidios con armas de fuego que se cometen en el país vecino, mucho más elevada que en la vecina Canadá y que en Europa, da la impresión de que los sectores mayoritarios de la sociedad estadunidense y de sus instituciones se niegan a comprender esta relación y se llaman a sorpresa cada vez que alguien con un desequilibrio perpetra una masacre en algún centro escolar, un templo, un centro comercial o en plena vía pública.

La permisividad de la nueva disposición obliga a pensar, por desgracia, que la exhibición de armas de mano en Texas alentará y agravará los tiroteos y que, lejos de incrementar la seguridad de los ciudadanos, la hará más precaria. Finalmente, es de temer que en una sociedad con un racismo tan expandido y manifiesto como la texana, la norma se traducirá en una población cada vez más escindida entre negros y latinos desarmados, por un lado, y anglosajones con pistola al cinto, por el otro. 

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