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En estas elecciones presidenciales, los brasileros y brasileras se confrontaron con una escena bíblica, de la cual habla el salmo número uno: tenían que escoger entre dos caminos: uno que representa el acierto y la felicidad posible y otro, el desacierto y la infelicidad evitable.
Se habían creado todas las condiciones para una perfecta tempestad, con distorsiones y difamaciones difundidas en la gran prensa y en las redes sociales. Una revista en especial ofendió gravemente la ética periodística, social y personal publicando falsedades para perjudicar a la candidata Dilma Rousseff. Detrás de ella se albergan las élites más atrasadas que se empeñan antes en defender sus privilegios que en universalizar los derechos personales y sociales.
Ante estas adversidades, la Presidenta Dilma, que pasó por torturas en las mazmorras de los órganos de represión de la dictadura militar, fortaleció su identidad, creció en determinación y acumuló energías para enfrentarse a cualquier embate. Se mostró como es: una mujer con coraje y valiente. Trasmite confianza, virtud fundamental para un político. Muestra entereza y no tolera las cosas mal hechas. Eso genera en el elector o electora el sentimiento de “sentir firmeza”.
Su victoria se debe en gran parte a la militancia que salió a las calles y organizó grandes manifestaciones. El pueblo mostró que ha madurado en su conciencia política y supo, bíblicamente, escoger el camino que le parecía más acertado votando a Dilma. Ella salió victoriosa con más del 51% de los votos.
El pueblo ya conocía los dos caminos. Uno, ensayado durante ocho años, hizo crecer económicamente a Brasil, pero transfirió la mayor parte de los beneficios a los ya beneficiados, a costa de la represión salarial, del desempleo y de la pobreza de las grandes mayorías. Hacía políticas ricas para los ricos y pobres para los pobres. Brasil se convirtió en un socio menor y subalterno del gran proyecto global, hegemonizado por los países opulentos y militaristas. No era el proyecto de un país soberano, conocedor de sus riquezas humanas, culturales, ecológicas y digno de un pueblo que se enorgullece de su mestizaje y que se enriquece con todas las diferencias.
El pueblo recorrió también otro camino, el del acierto y la felicidad posible. Y en este tuvo un puesto central. Uno de sus hijos, superviviente de la gran tribulación, Luiz Inácio Lula da Silva, consiguió con políticas públicas enfocadas a los humillados y ofendidos de nuestra historia que una población equivalente a toda una Argentina fuese incluida en la sociedad moderna. Dilma Rousseff llevó adelante, profundizó y expandió estas políticas con medidas democratizadoras como el Pronatec, el Pro-Uni, los cupos en las universidades para los estudiantes provenientes de la escuela pública y no de los colegios particulares; cupos para aquellos cuyos abuelos vinieron de las mazmorras de la esclavitud, así como todos los programas sociales de Bolsa Familia, Luz para Todos, Mi Casa, mi Vida, Más Médicos, entre otros.
La cuestión de fondo de nuestro país está siendo planteada: garantizar a todos, pero principalmente a los pobres, el acceso a los bienes de la vida, superar la espantosa desigualdad y crear mediante la educación oportunidades para los pequeños, para que puedan crecer, desarrollarse y humanizarse como ciudadanos activos.
Ese proyecto despertó el sentido de soberanía de Brasil, lo proyectó en el escenario mundial con una posición independiente, reclamando un nuevo orden mundial, en el cual la humanidad se descubra como humanidad que habita la misma Casa Común.
El desafío para la Presidenta Dilma no es sólo consolidar lo que ya ha funcionado y corregir defectos, sino inaugurar un nuevo ciclo de ejercicio del poder que signifique un salto de calidad en todas las esferas de la vida social. Poco se conseguirá si no hay una reforma política que elimine de una vez las bases de la corrupción y permita un avance de la democracia representativa, incorporando democracia participativa, con consejos, audiencias públicas, consulta a los movimientos sociales y a otras instituciones de la sociedad civil. Es urgente una reforma tributaria para que haya más equidad y ayude a disminuir la abismal desigualdad social. Fundamentalmente la educación y la salud estarán en el centro de las preocupaciones de este nuevo ciclo. Un pueblo ignorante y enfermo nunca va a poder dar un salto hacia un mejor nivel de vida. La cuestión del saneamiento básico, de la movilidad urbana (el 85% de la población vive en las ciudades) con transporte mínimamente digno, la seguridad y el combate a la criminalidad son imperativos impuestos por la sociedad, que la Presidenta estará obligada a atender.
Ella presentó en los debates un abanico significativo de transformaciones que propuso. Por la seriedad y sentido de eficacia que siempre mostró, podemos confiar en que se llevarán a cabo.
Hay cuestiones que apenas fueron señaladas en los debates: la importancia de la reforma agraria moderna que fija al campesino en el campo, con todas las ventajas que la ciencia ha proporcionado. Es importante también demarcar y homologar las tierras indígenas, muchas amenazadas por el avance del agronegocio.
Por último y tal vez el mayor de los desafíos nos viene del campo de la ecología. Serias amenazas se ciernen sobre el futuro de la vida y de nuestra civilización, ya sea por la máquina de muerte creada que puede eliminar varias veces toda la vida y por las consecuencias desastrosas del calentamiento global. Si el calentamiento abrupto llegara, como alertan sociedades científicas enteras, la vida que conocemos tal vez no pueda subsistir y gran parte de la humanidad sería letalmente afectada. Brasil, por su riqueza ecológica es fundamental para el equilibrio del planeta crucificado. Un nuevo gobierno Dilma no podrá obviar esta cuestión, de vida o muerte para nuestra especie humana.
Que el Espíritu de sabiduría y de cuidado oriente las decisiones difíciles que la Presidenta Dilma Rousseff deberá tomar.
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